En el desarrollo
del complejo de Edipo, tanto en el varón como en la hembra, la figura que viene
a separar al niño de la madre, es el llamado tercero o nombre del padre. En
todo obsesivo podemos encontrarnos que la figura del padre puede estar desde
muy idealizado, pasando por la indiferencia hasta el odio mas encarnizado. En ningún de los tres
casos el padre del que habla es el padre real, sino un padre imaginario,
construido a trozos entre el concepto de padre que la madre tiene y la vivencia
que de este concepto de padre materno tiene el obsesivo. El obsesivo vive y se
relaciona con “fantasmas” de ahí que toda su realidad sea más imaginaria que
real. Esto quiere decir que su realidad interior siempre gira en torno a la
relación amor/odio paterna y materna. El obsesivo vive en permanente crítica
hacia el modo de ser de la madre y del padre. Tras sus obsesiones se esconden
su deseo sexual reprimido hacia dichas figuras. Deseo del cual no quiere saber
y bien sabe de ello sin saber pues la trama de sus síntomas, basado en sus
rituales o pensamientos obsesivos son siempre un disfraz para desviar la mirada
de aquello que tanto goce y deseo le produjo o le produce. Podemos decir que el
obsesivo disfraza su deseo para no darse cuenta de lo que desea o porqué desea
sin saber que desea.
Cuando un
obsesivo trabaja la relación inconsciente
que tiene con la figura de los padres y va comprendiendo que lo que es odio
esconde un deseo, comienza a mejorar de una manera espectacular. Cierto es que
el obsesivo tiende a huir, a negar, a no aceptar. De ahí que el tratamiento del
obsesivo requiera una constancia en el tiempo mayor que otro tipo de neurosis.
Lo que es cierto es que el obsesivo llega un momento donde comienza a decir que
sí a sus deseos y a darse cuenta que desear, odiar, amar, son parte de su
estructura y van a seguir formando parte de sí pero desligado de sus
“fantasmas” y con perspectivas futuras de ligar su energía sexual a otros
objetos de la realidad que no sean sólo los objetos amorosos de su infancia.
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